martes, 29 de enero de 2013

LOS NIÑOS NACEN DEPENDIENTES, PERO NO ESTÚPIDOS.


El otro día en uno de esos documentales de “la dos” sobre animales que suelen emitir a mediodía, explicaban como las gacelas Thompson, esas que siempre andan moviendo la cola y cruzando el Serengeti huyendo de los leones, traían sus crías al mundo. Lo que más me sorprendió de todo el proceso fue el sentido de estrés y de urgencia que rodea el momento del parto.

Estos animales pasan su vida en continuo estado de alerta. Las rígidas leyes por las que se rige el ciclo de la vida las obligan a mantener un continuo estado de vigilia, si quieren sobrevivir en un paisaje plagado de depredadores al acecho. Explicaba el documental como el momento del parto se convierte en un momento especialmente crítico, tanto para la madre como para la cría, ya que en este momento se convierten en presas extremadamente vulnerables. Estos animales están dotados de un mecanismo innato de supervivencia que provoca que las gacelas recién nacidas adquieran la capacidad no solo de mantenerse en pie, sino de correr, a los pocos (poquísimos) minutos. Los leones, siempre atentos, se encargan de convertirse en eficaces profesores. A las gacelas les va la vida en ello, no hay septiembre ni reválida posible: O aprenden rápido o… ya no aprenden.

Hay una frase de motivación bastante conocida sobre leones y gacelas que recoge este principio de supervivencia, de urgencia. La frase acaba con la moraleja de “no importa si eres león o gacela, pero cada día, cuando salga el sol, empieza a correr”. Sólo los mejores (más rápidos) sobreviven. Puro y simple darwinismo.

 Pensaba en ese momento en lo diferente que es el nacimiento de las personas comparado con el de los animales en general y, con el de estas gacelas en particular. Nosotros nacemos indefensos, desprotegidos, completamente dependientes de los cuidados maternos. Y esta situación se prolongará durante años. Tardamos años en conseguir la autonomía y la soltura que una gacela Thompson obtiene en tan solo un par de minutos de vida. Desde pequeños nos mostramos desamparados, necesitamos del cuidado y de la protección de los nuestros, no solo para sobrevivir, también para desarrollarnos.

Es por ello que, sobre todo durante los primeros años, recae sobre los padres la responsabilidad de ofrecer cuidados y protección a sus hijos. Pero también ocurre que, al amparo de esas protecciones, de esos mimos, a veces excesivos, los niños comienzan su periplo madurativo con la seguridad de que los riesgos y peligros, también los retos, quedarán alejados por sus cariñosos progenitores. En ese afán por amparar a nuestros cachorros, ocurre a menudo que nos excedemos en nuestro cometido y nos adentramos en el peligroso terreno de la sobreprotección.

Como afirmaba en el título del post, es cierto que los niños nacen dependientes, pero eso no significa que no puedan valerse por ellos mismos para nada, eso no significa que tengan la iniciativa de una ameba, eso no presupone estupidez. Ese merito ya es nuestro, de los adultos, de algunos padres empeñados en masticarles la comida.

La norma del “cuanto más mejor” no acostumbra a ser cierta la mayoría de las veces y, desde  luego, en el terreno emocional no lo es. No se trata de arropar a nuestros indefensos y desprotegidos polluelos con cuantas caricias y muestras de afecto seamos capaces de imaginar. No se trata de apartar cuántas piedras surjan en su camino por miedo a que tropiecen. No podemos, aunque a veces nos obcecamos en ello, envolver a nuestros pequeños con plástico de burbujas para evitarles todo mal. Pero sobre todo, lo que no podemos es privarles del aprendizaje que precede al dolor, al error, al golpe. Las heridas se curan, los aprendizajes perduran.

Me impactó la imagen de la joven gacela Thomson, aún con el dolor y las heridas del parto recientes, masticando la placenta para liberar a su cría para, acto seguido, empujarla con el hocico hasta ponerla en pie y obligarla a iniciar su trote. De la misma forma, cualquier ave empujará de manera decidida a sus polluelos arrojándolos del nido y obligándolos a volar, a buscar por sus propios medios su alimento. Y todos estos comportamientos, no están motivados por la crueldad o por el sadismo animal, sino que nacen del instinto, del amor de una madre que no dudará en interponerse en el caso de que su cachorro sea atacado, sacrificando incluso su propia vida para salvarlo.

Sin embargo, las personas tendemos a prolongar de manera indefinida la, ya de por si dilatada, etapa de dependencia de nuestros hijos. Disfrutamos cobijándolos bajo nuestra ala, ofreciéndolos todo nuestro calor y, retrasando “sine die” el momento de empujarlos para que corran. Este tipo de comportamientos provocan a menudo retrasos importantes en la maduración de aquellos niños que se ven privados de la oportunidad de afrontar sus propios retos, de aprender de sus desengaños, de sus llantos, de sus desilusiones.

Esta es una manera de actuar egoísta, cortoplacista, que solo mira por el bienestar emocional del progenitor, que se siente reconfortado al sentirse centro del mundo, pilar imprescindible para sus cachorros. Pero esta es una peligrosa arma de doble filo que, con el paso del tiempo, se volverá de forma cruel en nuestra contra. Como tan sabiamente decía Aristóteles la virtud habita en el término medio, y es cuestión de supervivencia saber encontrar el necesario equilibrio entre nuestras exigencias emocionales como padres y las necesidades madurativas de nuestros hijos. Por muy peligrosas que a primera vista nos parezcan.

Me encanta una frase que suele utilizar a menudo en sus libros mi admirado profesor Santos Guerra cuando dice que los profesores, también los padres, forman a sus alumnos como los océanos forman a los continentes, retirándose. Y todos, aunque sea difícil, aunque sea doloroso, tenemos que encontrar el momento apropiado para apartarnos del camino, para dejar espacio a que cada cual cometa sus errores. Al fin y al cabo no solo les pertenecen sino que tienen derecho a ellos.

¡FELIZ REFLEXIÓN!

jueves, 24 de enero de 2013

EL CAZO DE LORENZO


Anoche, en el momento de acostar a mi hija, a la hora mágica de los cuentos, compartimos una preciosa historia, que hacía tiempo que no salía de la estantería. Y como en otras ocasiones, la magia, la ternura, la sensibilidad de la historia de Lorenzo nos volvió a emocionar. Y es que hay historias que, como los buenos vinos, van ganando cuerpo con el paso del tiempo. Hay historias, tan sencillas y simples en apariencia y tan profundas en esencia, que cada vez que las recuperas se muestran con nuevos matices. Sin duda la historia de “el cazo de Lorenzo” de Isabelle Carrier es uno de estos relatos.

El libro publicado por la editorial Juventud es una preciosa historia que aborda el tema de la discapacidad en la infancia, aunque, y esto es algo que entiendes después de releerlo y recontarlo varias veces, es un pequeño tesoro que, entre la ingenuidad de sus dibujos y la simpleza de sus textos, encierra otros importantes aprendizajes. Uno de estos mensajes ineludibles es el de la trascendental importancia que tiene para la educación el contar a nuestro alrededor con personas sensibles y cariñosas, con personas dotadas de una mirada especial, de un tacto especial, capaces de acercarse al niño desde el cariño, escuchando más allá de rabietas, de trastadas o risas, entendiendo el mensaje de las necesidades y del cariño que todo niño, toda persona en realidad, entona con frecuencia.

Me encanta esa página del libro en que la persona extraordinaria (la maestra, la madre, la amiga, la monitora, la terapeuta,… la “maga”) se acerca a Lorenzo cargada de cariño y le enseña su pequeño cargamento de defectos, su pequeño “cacito verde”, poniéndose a su nivel, mostrándole que nadie es perfecto, que todos tenemos defectos y virtudes. Que a las personas se las acepta y quiere por lo que son, no por lo que podrían ser, ni por lo que deberían ser. Así, sin juicio, sin crítica, sin sesgos, sin recelos, partiendo de reconocer nuestras limitaciones, podemos empezar a crecer, descubriendo nuestras potencialidades y nuestros puntos fuertes. La persona extraordinaria, con su traje de flores, ofrece a Lorenzo las herramientas para manejarse en la vida con normalidad, para vencer sus miedos, para vivir una vida plena, para ser feliz.

Sería difícil encontrar entre las páginas de los gruesos manuales de pedagogía una descripción más profunda y más detallada de la labor docente. En apenas una docena de páginas, en apenas un puñado de garabatos, queda plasmada la esencia, la magia del proceso educativo, la magia del proceso terapéutico. Lo podemos complicar con palabras altisonantes, con tecnicismos, con metodologías, con reseñas, con experimentación contrastada,… pero con todo, no conseguiremos explicar mejor en que consiste y como debe hacerse, el trabajo de un maestro.

Es justamente por eso, por esa capacidad de influencia, por ese poder de transformación, por lo que el trabajo docente me parece el más apasionante y admirable del mundo.

Acompaño un vídeo con la historia de "el cazo de Lorenzo", aunque recomiendo disfrutar de la historia en papel, pasando lentamente las páginas de esta enternecedora historia, saboreando cada una de las palabras, cada uno de los gestos, cada uno de los guiños,... y es que hay sensaciones que la tecnología aún no ha podido mejorar. En todo caso y como siempre.... ¡FELIZ REFLEXIÓN!


viernes, 18 de enero de 2013

ERES LO QUE CELEBRAS


A lo largo de nuestra vida pasaremos por multitud de experiencias. Algunas serán agradables, placenteras, y otras nos causaran dolor o nos harán sentir desgraciados. Lo que es indudable es que, con mejor o peor suerte, todos pasaremos por infinidad de situaciones de uno y otro tipo. Lo que si será diferente, es la manera en la que cada uno de nosotros “vivenciará” esas experiencias, es decir, como las percibirá, como las sentirá y donde las guardará. Algunos se regodearán en el dolor y en el infortunio, y lo utilizarán como excusa para justificar su falta de resultados. Otros saborearan con esmero hasta el más mínimo de sus logros, impulsándose en ellos para alcanzar otros mayores. Tanto en un caso como en otro, la cuestión es que no somos lo que nos pasa, no somos víctimas de las circunstancias, sino que somos lo que hacemos con lo que nos sucede. En palabras de SergioFernández: “eres lo que celebras”. También lo dijo, aunque de manera más contundente Galeano al afirmar “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.

Hoy este blog cumple su primer año de vida, y yo, aplicándome el cuento, no quiero dejar pasar la oportunidad de celebrarlo, de disfrutarlo,… de paladearlo. Han sido muchas horas de dedicación, de poner las ideas en orden en mi cabeza antes de compartirlas, horas tratando de buscar la palabra adecuada que pusiera nombre a sentimientos y emociones, a veces difíciles de explicar. El blog ha supuesto para mí un tiempo de reflexión sosegada, un espacio en el que poder encontrar la necesaria perspectiva con que mirar la vida (como explico muy bien Rober en su blog), un camino que se inició de manera solitaria, pero que deseaba encontrar pronto compañeros de viaje (como Dorothy en su viaje hacía Oz). Porque en el fondo este blog nació con la esperanza de convertirse en un espacio de reflexión, un espacio en el que compartir inquietudes, propuestas y motivos alrededor del hecho educativo. Porque conscientes o no de ello, nos pasamos gran parte de nuestras vidas educando: como profesores, como padres, como supervisores, como monitores, o como seres sociales. Y en el fondo, convencido de que la educación es el remedio de casi todos los males, porque como dijo BorgesNo sé si la educación puede salvarnos, pero no sé de nada mejor”.

Si “somos lo que celebramos”, yo quiero hoy celebrar como se merece el primer añito de “lamariposa”, recordando todo lo bueno que me ha dado y alimentarme de ello, para poder continuar compartiendo reflexiones con fuerzas renovadas. También quiero agradecer a todas las personas que han pasado por aquí durante este año el cariño con el que sé que han leído estas palabras, su tiempo compartido en la distancia, sus comentarios y sus ánimos.

Y en un día tan especial, como regalo de aniversario, quiero compartir dos reflexiones muy en la línea de lo que es este blog. Reflexiones en apariencia sencillas, pero en el fondo profundas. Reflexiones de esas que nos ayudan a encontrar el camino, el bueno, el de verdad, el que conduce directamente a la casa de la abuelita sin rodeos, el camino por el que se disfruta del paisaje, el camino de la felicidad. La primera (como no) en forma de cuento, y la segunda recuperando un cómic que ya utilicé en una entrada anterior, pero al que tengo especial cariño.

Una mañana el jefe de los cherokee india le habla a su nieto acerca de la vida.
Le dice: - Una gran batalla está ocurriendo dentro de nosotros. Es una lucha terrible. Una lucha entre lobos.
“Uno es malvado. Es ira, envidia, celos, tristeza, pesar, avaricia, arrogancia, autocompasión, culpa, resentimiento, soberbia, inferioridad, mentiras, falso orgullo, superioridad y ego”
“El otro es bueno. Es alegría, paz, amor, esperanza, serenidad, humildad, bondad, benevolencia, amistad, empatía, generosidad, verdad, compasión y fe.”
El nieto lo medita por un minuto y luego le pregunta a su abuelo: -¿Qué lobo ganará?
El viejo Cherokee le responde: “Aquel al que tú alimentes”


Y como siempre… ¡FELIZ REFLEXIÓN!

miércoles, 16 de enero de 2013

RESPETAR LOS TIEMPOS


Cuantas veces la vida nos ha ofrecido oportunidades para realizar cambios importantes  y no estuvimos lo suficientemente avispados para darnos cuenta. Es sencillo, al mirar hacia atrás, darse cuenta de las oportunidades perdidas: “Si hubiera dicho...”, “Si hubiera hecho...”. Sin embargo resulta inútil lamentarse. Nadie tiene la capacidad de desandar el tiempo y cambiar las consecuencias de las elecciones o decisiones tomadas. Lo único que podemos hacer es aprender de nuestras experiencias, de nuestras vivencias. De las buenas por supuesto, y de las malas, doblemente, al fin y al cabo pagamos un precio mayor por esos aprendizajes.

Pero sucede que a menudo los aprendizajes que realizamos deben llegar en el momento oportuno. En multitud de ocasiones he compartido reflexiones y clases con alumnos que no estaban preparados para escucharlas, para aprovecharlas. Sencillamente no estaban maduros, no estaban predispuestos, no sentían la necesidad o no tenían motivos para estar receptivos. Aquello no iba con ellos y, las palabras, los gestos y las intenciones caían en cesto vacío. A menudo esto es descorazonador para el docente, que es consciente de lo infructuoso de su esfuerzo, de las peligrosas consecuencias que determinadas actitudes tendrán en el futuro cercano de sus alumnos. Pero ocurre que el aprendizaje, el verdadero, el que genera cambios duraderos, tan solo nace de la necesidad del alumno por aprender, de su esfuerzo y de su implicación. Aprender es un trabajo que no se puede delegar, es un verbo que solamente se conjuga en primera persona.

A veces los profesores (también los padres) olvidamos esto, y nos obcecamos en remar a la contra. Intentamos imponer, obligar, forzar el ritmo. Dejamos de escuchar y adoptamos la postura del “hermano mayor” que sabe, mejor que nadie, lo que más les interesa. Pero entonces, lo único que conseguimos es aumentar la resistencia y encizañar las relaciones. Cada alumno (cada hijo) es diferente, cada cual tiene sus intereses, motivaciones, expectativas y necesidades. Cada cual tiene su ritmo y sus tiempos. Mientras no sienta la necesidad, mientras no tenga claros sus “porqués” y sus “paraqués” poca cosa conseguiremos a través de la imposición y la fuerza del manido “es por tu bien”.

Es por esto, que lo más importante no es cuantas oportunidades nos ofrezca la vida, sino que estas oportunidades nos lleguen en el momento justo. Y esto no es cuestión de lo afortunados que seamos, o de lo generoso que se muestre el destino con nosotros, sino que depende más de lo atentos y receptivos que estemos. Por esto, lo único que como profesores, y como padres, podemos hacer es escucharles y ayudarles a ser conscientes de sus necesidades y, en todo caso, crear las condiciones propicias para que ellos encuentren su camino. Pero siempre respetando su ritmo y su esfuerzo.

Como decía Santos Guerra en uno de sus cuentos yo no puedo crecer por ti, pero es que además (esto lo añado yo) tampoco puedo “ayudarte” a crecer. Un cuento (chino) que explica esto último…

A un hombre del reino de Song le pareció que los vástagos de sus campos no crecían bastante deprisa. En vista de ello, dio a todos y a cada uno un estirón. Tras lo cual se fue a casa a descansar casi exhausto.

-Hoy estoy muy cansado- dijo a su familia-. He estado ayudando a los brotes a crecer.

Su hijo, temeroso, salió corriendo hasta el campo y encontró todas sus plantas muertas.

Casi todos querrían ayudar a los vástagos en su crecimiento; pero algunos consideran todo esfuerzo inútil y no lo intentan, ni siquiera desbrozando el campo; otros tratan de ayudarles dándoles un estirón. Esto último, por supuesto, es peor que inútil.

¡FELIZ REFLEXIÓN!

viernes, 11 de enero de 2013

¡HAZLO! NO IMPORTA LO QUE PASE.


Hace unos días, durante las vacaciones de Navidad, estaba en casa viendo una de esas películas americanas que suelen poner a mediodía como relleno de programación. La película, plagada de tópicos y completamente previsible, contaba la típica historia del chico atolondrado y tímido, enamorado hasta las trancas de la chica guapa y popular del instituto. Aunque en este caso ella no era animadora, ni él el último reserva del equipo, ni tampoco pasaban media película organizando el baile de fin de curso.

Bueno, la cuestión es que el chico no se atreve a decirle a su amada lo que siente, y cada vez que se encuentra con ella no puede articular ni un simple “buenos días”. Cada vez que coinciden él se atraganta, tartamudea, se tropieza con algo o le tira algo por encima. Total que lo raro es que ella no acabe dando dos vueltas a la manzana con tal de no volver a cruzarse con semejante calamidad.

El asunto es que casi acabando la película él reúne el coraje suficiente para vencer su timidez y, finalmente, logra juntar las cuatro palabras necesarias para invitarla a cenar. La chica, cargada de paciencia y buena voluntad, espera todo el tiempo con la sonrisa puesta, animándole, hasta que nuestro héroe consigue pronunciar su declaración. Y es justo en ese momento cuando se produce la escena que me llamó la atención. De repente el tipo empieza a dar saltos de alegría, saltando sobre el seto y gritando, felicitándose por haber sido capaz de superar sus miedos y pedirle la cita. La chica alucinada, se queda con un palmo de narices e, incrédula, lo llama para decirle “Eh! Pero que no te he contestado!”.

Pero da igual, en ese instante eso es lo de menos. Lo importante es que lo ha hecho. Que ha vencido su miedo, que ha superado su timidez, que se ha atrevido. La respuesta de la muchacha puede ser sí o no (que va a ser que sí, ¡cómo no!), pero la cuestión es que se ha demostrado a sí mismo que podía, que ha sido capaz de hacerlo.

Y sucede que la mayoría de las veces que nos sentimos mal con nosotros mismos es debido a cosas que no hicimos, a las que no nos atrevimos, a momentos en los que el miedo nos pudo. Sin embargo, rara vez nos arrepentimos de haber intentado algo, aunque el resultado no fuera el esperado, o incluso contraproducente. Porque lo que nos mantiene fuertes, seguros de nosotros mismos, no son tanto los resultados que obtenemos, sino el convencimiento de que lo intentamos, de que fuimos capaces, de que pusimos lo mejor de nosotros en conseguirlo. Al final, que consigamos a la chica o no, será secundario, aunque claro… si nos dice que sí, ¡mucho mejor!

Si a la hora de poner en marcha cualquier proyecto, de presentarnos a una entrevista de trabajo o de ser consecuentes con nuestras decisiones, nos dejamos llevar por esta creencia y pensamos que lo de menos es el resultado final, que lo que importa es la pasión, las ganas y el empeño que pongamos, el demostrarnos a nosotros mismos que fuimos capaces de intentarlo... nos liberaremos de nuestros miedos y seremos más felices. Si adoptamos la máxima del "de perdidos al río", si luchamos por nuestros sueños, sea cual sea el resultado, siempre lograremos mantener a flote nuestra autoestima. Si por el contrario dejamos que el miedo nos paralice, la duda reinará eternamente en nuestro interior atormentándonos.

Porque un mal intento siempre es mejor que ninguno.

¡FELIZ REFLEXIÓN!

martes, 8 de enero de 2013

+ PLASTILINA, - CALIGRAFÍA


El colegio se convierte pronto en el segundo hogar para la mayoría de los niños españoles. De hecho, España presume de tener uno de los porcentajes más elevados de escolarización infantil de Europa ya que, a pesar de no ser obligatorio, la práctica totalidad de los niños españoles acuden diariamente a algún colegio o guardería en cuanto pueden mantenerse en pie. Y esto, que podríamos considerarlo una muestra de orgullo patrio, como un ejemplo que nos define como un país desarrollado y moderno, no necesariamente tiene esta única lectura. De hecho, encontramos países del norte de Europa, con sistemas educativos ejemplares y resultados académicos excepcionales, en los que la mayoría de los niños no cruzan la puerta de un colegio antes de cumplir los 6 o 7 años.

Por otro lado, la mayoría de los estudios coinciden en señalar que son precisamente esos primeros años los que determinaran en mayor medida el desarrollo futuro del niño. Durante estos años se construyen los cimientos sobre los que los niños crearan su forma de relacionarse con el mundo. Su personalidad, su maduración, su estilo de aprendizaje se conforman durante este breve periodo de tiempo. Se suele recurrir con frecuencia a utilizar la metáfora del crecimiento del árbol para explicar el proceso de maduración de los niños, dejando ver que es de pequeños cuando más podemos influir en su crecimiento, ya que de mayores, son muchos los esfuerzos, a menudo infructuosos, que realizamos para intentar cambiar hábitos adquiridos en la infancia. Por tanto, si tan importantes son estos años, ¿qué mejor elección que llevar a nuestros hijos tempranamente al colegio? ¿qué mejor que dejarlos en manos de profesionales especialistas y preparados que se encarguen de su formación?

Desde mi punto de vista, el dónde, e incluso el quién no es lo importante. Sea en casa o en el colegio, sea con los padres o con los maestros, lo fundamental es el qué y el cómo. ¿Qué trabajamos con los niños pequeños y cómo lo hacemos? Es por esto que con la entrada de hoy pretendo hacer un llamamiento en favor del reconocimiento de la vital importancia de la educación infantil y preescolar.

Estos son unos años de descubrimientos, de curiosidad desbordada, de energía y vitalidad sin límites, de experimentación continua,… años en los que calibrar el mundo y encontrar nuestro espacio en él: decidir lo que nos gusta, lo que nos atrae y lo que no, y para ello es necesario que el mundo se nos presente, se nos muestre al completo, con todos sus matices, y a ser posible sin edulcorantes. Me encantan esas aulas de preescolar rebosantes de colores y dibujos, divertidas, con amplias ventanas por las que entra la luz a chorros. Clases organizadas en rincones que ofrecen a los niños cientos de posibilidades de experimentación, de contacto, de juego. Clases en las que todo es material didáctico, empezando por los propios niños. Clases que invitan a la curiosidad, sin barreras, con pocas mesas, con muchas alfombras y cojines, repletas de espacios por los que moverse con libertad (siempre vigilada) y en las que el niño experimenta texturas, olores, sonidos, sabores… Aulas de las que cualquier niño no querría salir jamás, y a las que a algunos adultos nos gustaría volver siempre.

Sin embargo, estos parecen ser cada vez más espacios en extinción. Nos afanamos en meter pizarras (aunque sean digitales), mesas, sillas y “fichas”. Fichas que encierran la realidad en un papel y convierten la diversión en tarea, en “deberes”, en problemas, en obligaciones.  Todo para convertir esos espacios idílicos de juego en espacios de trabajo, como si ambas cosas fueran antagónicas. Nos empañamos en extremar el orden y las rutinas en pro de la organización y el control, aún a costa de sacrificar la curiosidad innata de los pequeños. Mostramos una prisa enfermiza por que los niños empiecen a aprender, cuando ellos ya habían empezado a hacerlo sin nosotros, de hecho, les es imposible no hacerlo. Pero tenemos prisa, prisa para que la escuela empiece a parecerse cuanto antes a la escuela, a la de verdad, a la de los mayores, a la de siempre. Y así nos empeñamos en “primarizar” la educación infantil, para luego “secundarizar” la primaria. Nos empeñamos en forzar la máquina, en explotar la máxima del cuanto antes mejor, sin respetar plazos, sin respetar ritmos. Y luego los padres, echando más leña al fuego, jugando al juego de las comparaciones: “pues mi hija ya lee”, “pues los míos ya están dividiendo”,… “y el mío más, y el mío antes, y el mío mejor…”. Y, ¿a qué precio?

Y así, las escuelas matan la creatividad como dice Robinson, aniquilan la iniciativa, la curiosidad, la diversidad,… en pro de los resultados, de la eficacia. En pro de unos resultados que se convertirán en fracaso años más tarde cuando los niños, hartos de participar en una competición sin sentido, decidan apearse y tirarla toalla.

Frente a esto porque no iniciamos una campaña para “infantilizar” la educación, para dejar que el juego, la creatividad y la curiosidad inunden las clases, para dejar que la plastilina, la pintura de dedos, el hemisferio derecho en definitiva, ocupe un espacio, al menos igual, que el que  le concedemos al lógico (y a menudo aburrido) hemisferio izquierdo. Lo dicho más plastilina y menos caligrafía en los colegios. A lo mejor nos iba mejor.

¡FELIZ REFLEXIÓN!

viernes, 4 de enero de 2013

EDUCAR SIN LEER EL MANUAL.


Educar es una tarea complicada. En el caso de no ser profesores, nos damos cuenta en el mismo instante en el que nos convertimos en padres. Pasar el tiempo con los sobrinos, o con los hijos de los amigos es fácil, incluso divertido. Pero cuando los niños son nuestros, la cosa se complica: en parte por la continuidad, en parte por la responsabilidad. Siempre se ha dicho que los niños al nacer vienen con un pan debajo del brazo, aunque nadie dijo nada sobre el manual de instrucciones que explica su manejo. Ya podían venir, en vez de con el dichoso pan, con instrucciones, garantía y algunos con hoja de reclamaciones...

Pensando en esto se me ocurrió… ¿qué ocurriría si al tener un hijo nos entregaran en la maternidad un manual de instrucciones? ¿Nos comportaríamos de manera diferente? ¿Lo educaríamos de forma distinta? Pongamos por caso que compramos un televisor, uno de esos modernos de pantalla LED con múltiples funciones y conexión a internet. Tras venir a casa y sintonizarlo, el técnico nos hace una rápida explicación sobre el manejo básico (encendido/apagado, sintonización de programas y control de volumen) y se marcha dejando sobre la mesa del comedor un grueso paquete perfectamente embalado: el manual de instrucciones. A partir de ahí para la gran mayoría de nosotros se plantean dos opciones: La primera es guardarlo en un altillo o cajón del que no volverá a salir jamás. La segunda es abrirlo para ir directamente a la página donde aparece el dibujo esquemático del mando a distancia y sus funciones para echar un vistazo. Casi con total certeza el 90 % de las personas no iremos más allá.

Con la educación de los hijos creo que pasaría algo parecido. Si tuviéramos ese manual, que sería grueso por necesidad, atendiendo a la gran cantidad de funciones y diferentes modelos existentes en el “mercado” de los niños, actuaríamos de la misma manera que con los electrodomésticos. Hojearíamos el manual, deteniéndonos un instante en los gráficos y dibujitos, para a continuación guardarlo con sumo cuidado en algún lugar seguro, no vaya a ser que se pierda. Para seguro no volverlo a sacar,… ¡a no ser en caso de avería!

¡Y así nos va! Nos lanzamos a la aventura de ser padres con la misma información de partida que proporciona el técnico instalador del televisor, y a partir de ahí, aprendemos el resto por ensayo-error. La gran mayoría de los padres no se comportan de manera informada, planificada y proactiva a la hora de educar, sino que por el contrario, lo hacen de manera reactiva, es decir, tomando decisiones y buscando soluciones a los asuntos conforme estos van surgiendo, sobre la marcha. Y esto es tremendamente peligroso.

Educar de manera reactiva se convierte en un hábito arriesgado. Este modelo va a menudo acompañado de falta de anticipación y coherencia y, en los casos más extremos, llega hasta la negación. Se ignoran síntomas, se disculpan afrentas, se mira hacia otro lado, se culpabiliza al entorno y se recurren con demasiada frecuencia a la sobreprotección disfrazada de cariño. Llegados a la adolescencia, la bola de nieve de los problemas ya baja la ladera sin freno. “¿Dónde guardamos el libro ese que venía con el niño?”

A poco que dedicáramos algo de tiempo a consultar ese manual descubriríamos el increíble abanico de herramientas a nuestro alcance, el increíble potencial que tenemos para convertir el proceso de formación de nuestros hijos en una experiencia apasionante. Los niños no tienen un botón de ON/OFF, ni un regulador de volumen o de actividad, ni siquiera un mando a distancia para controlar sus movimientos,… pero dentro de sus múltiples funciones tienen, de serie, en todos los modelos, la capacidad de hacer que nuestra vida cobre sentido, que el camino que recorramos juntos sea un paseo inolvidable, de hacernos sentir las emociones más intensas y plenas que podamos imaginar.

Y es que ya lo dice el manual en su última página, a modo de recomendación final, de resumen de las instrucciones de uso: “Manejar con consciencia, responsabilidad, cariño y… anticipación.”

¡FELIZ REFLEXIÓN!

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