Desde el momento en que se había informado del tema de la
charla y se había confirmado el nombre del ponente, la expectación había ido en
aumento. Varios minutos antes de la hora prevista la sala había agotado su
aforo y las últimas personas en llegar tendrían que quedarse de pie para poder
escuchar el discurso. Sin duda todo un éxito para los organizadores.
El conferenciante, un reconocido profesor, acudía precedido
del éxito de ventas de su último libro, en el que desgranaba consejos sobre
cómo educar. No era de extrañar por tanto, que el salón de actos estuviera
completamente abarrotado de parejas expectantes. La gran mayoría de ellos
albergaban la esperanza de que el ponente les revelara aquella tarde una de
esas “recetas mágicas”, una “llave maestra” para salir airosos en el difícil arte
de educar a los hijos propios (ya se sabe que con los ajenos todo es siempre
más fácil). Pasados veinte minutos de la hora señalada el conferenciante tomaba
la palabra mientras se hacía un rápido silencio en la sala.
El profesor se acercó al estrado, abrió el libro que portaba
por una página previamente marcada y empezó a leer, deteniéndose unos segundos
entre cada frase: “Empiecen la disciplina
a temprana edad. Aclaren bien las reglas y refuércenlas de inmediato y con
consistencia. Refuercen la obediencia con palmaditas y con frases como “¡Qué
buen chico! O ¡Eres una buena chica!”, y después de disciplinarlos, díganles
que los quieren y que lo hicieron por su propio bien”. Terminada la cita
cerró el libro y permaneció unos segundos en pie observando al auditorio.
La mayoría de los asistentes cabeceaban afirmativamente
mostrando su acuerdo con el texto escuchado, intercambiaban breves comentarios
seguidos de gestos de aprobación y se mostraban satisfechos con el arranque de
la sesión. Sin duda aquella mezcla de disciplina, normas claras y refuerzo
positivo, marcaban los pilares de un modelo educativo bien definido. El
arranque de la sesión estaba a la altura de las expectativas del auditorio. Unas
pocas caras, sin embargo, mostraban cierta desilusión, la esperanza de fórmulas
mágicas parecía desvanecerse.
Acallado el murmullo inicial el profesor tomó nuevamente el
libro y cerrándolo mostró la portada al público, al tiempo que repetía en voz
alta su título: Cómo entrenar a su perro
doberman. Esta vez el asombró dejó la sala nuevamente en silencio. Nadie
comentaba. Algunos asistentes se acomodaron de nuevo en sus asientos. Tal vez
las sorpresas no habían hecho más que empezar.
La anécdota del conferenciante está basada en un hecho real
protagonizado por el profesor Norm Lee y citado por Rosa Jové en su “Ni
rabietas ni conflictos”.
Educar es ir más allá de la simple instrucción, ir más allá
de la simple aplicación de los principios conductistas del palo y la zanahoria.
Penalizamos las conductas a extinguir y reforzamos los comportamientos
adecuados. Con esta simple ecuación creemos controlar el rumbo de la educación
de nuestros pequeños. Sin embargo, a pocos se nos escapa que una educación
eficaz no puede quedar reducida a tal nivel de simplicidad. Definitivamente
educar no es adiestrar.
Educar es una tarea complicada que huye de simplificaciones y
de magias. No existen fórmulas universales aplicables a cada niño y cada
situación. Lo que hoy funciona, mañana puede que no, y quizás sea por ello por
lo que educar a nuestros hijos es el reto más apasionante al que nos
enfrentaremos nunca.
Más allá de la instrucción, más allá del aprendizaje como mecanismo de adquisición de conocimientos y habilidades, encontraremos el amor incondicional de los padres, de los maestros, de los cuidadores. El lugar donde el refuerzo y el cariño no se muestran condicionados al buen comportamiento (¡buen chico!). No los queremos y apreciamos por lo que hacen o dejan de hacer, sino que los queremos por lo que son. Ese respeto incondicional marca la diferencia entre el enseñar y el educar.
¡FELIZ REFLEXIÓN!