miércoles, 25 de septiembre de 2013

MÁS ALLÁ DE LA INSTRUCCIÓN.

Desde el momento en que se había informado del tema de la charla y se había confirmado el nombre del ponente, la expectación había ido en aumento. Varios minutos antes de la hora prevista la sala había agotado su aforo y las últimas personas en llegar tendrían que quedarse de pie para poder escuchar el discurso. Sin duda todo un éxito para los organizadores.

El conferenciante, un reconocido profesor, acudía precedido del éxito de ventas de su último libro, en el que desgranaba consejos sobre cómo educar. No era de extrañar por tanto, que el salón de actos estuviera completamente abarrotado de parejas expectantes. La gran mayoría de ellos albergaban la esperanza de que el ponente les revelara aquella tarde una de esas “recetas mágicas”, una “llave maestra” para salir airosos en el difícil arte de educar a los hijos propios (ya se sabe que con los ajenos todo es siempre más fácil). Pasados veinte minutos de la hora señalada el conferenciante tomaba la palabra mientras se hacía un rápido silencio en la sala.

El profesor se acercó al estrado, abrió el libro que portaba por una página previamente marcada y empezó a leer, deteniéndose unos segundos entre cada frase: “Empiecen la disciplina a temprana edad. Aclaren bien las reglas y refuércenlas de inmediato y con consistencia. Refuercen la obediencia con palmaditas y con frases como “¡Qué buen chico! O ¡Eres una buena chica!”, y después de disciplinarlos, díganles que los quieren y que lo hicieron por su propio bien”. Terminada la cita cerró el libro y permaneció unos segundos en pie observando al auditorio.

La mayoría de los asistentes cabeceaban afirmativamente mostrando su acuerdo con el texto escuchado, intercambiaban breves comentarios seguidos de gestos de aprobación y se mostraban satisfechos con el arranque de la sesión. Sin duda aquella mezcla de disciplina, normas claras y refuerzo positivo, marcaban los pilares de un modelo educativo bien definido. El arranque de la sesión estaba a la altura de las expectativas del auditorio. Unas pocas caras, sin embargo, mostraban cierta desilusión, la esperanza de fórmulas mágicas parecía desvanecerse.

Acallado el murmullo inicial el profesor tomó nuevamente el libro y cerrándolo mostró la portada al público, al tiempo que repetía en voz alta su título: Cómo entrenar a su perro doberman. Esta vez el asombró dejó la sala nuevamente en silencio. Nadie comentaba. Algunos asistentes se acomodaron de nuevo en sus asientos. Tal vez las sorpresas no habían hecho más que empezar.

La anécdota del conferenciante está basada en un hecho real protagonizado por el profesor Norm Lee y citado por Rosa Jové en su “Ni rabietas ni conflictos”.

Educar es ir más allá de la simple instrucción, ir más allá de la simple aplicación de los principios conductistas del palo y la zanahoria. Penalizamos las conductas a extinguir y reforzamos los comportamientos adecuados. Con esta simple ecuación creemos controlar el rumbo de la educación de nuestros pequeños. Sin embargo, a pocos se nos escapa que una educación eficaz no puede quedar reducida a tal nivel de simplicidad. Definitivamente educar no es adiestrar.

Educar es una tarea complicada que huye de simplificaciones y de magias. No existen fórmulas universales aplicables a cada niño y cada situación. Lo que hoy funciona, mañana puede que no, y quizás sea por ello por lo que educar a nuestros hijos es el reto más apasionante al que nos enfrentaremos nunca.

Más allá de la instrucción, más allá del aprendizaje como mecanismo de adquisición de conocimientos y habilidades, encontraremos el amor incondicional de los padres, de los maestros, de los cuidadores. El lugar donde el refuerzo y el cariño no se muestran condicionados al buen comportamiento (¡buen chico!). No los queremos y apreciamos por lo que hacen o dejan de hacer, sino que los queremos por lo que son. Ese respeto incondicional marca la diferencia entre el enseñar y el educar.


¡FELIZ REFLEXIÓN!

jueves, 19 de septiembre de 2013

LA CLASE DEL DELFÍN: Y TÚ, ¿CÓMO EDUCAS?

La parábola de la marsopa, o del delfín, es una interesante historia narrada por George Bateson, uno de los padres de la programación neurolingüística, que recoge las observaciones realizadas por el propio Bateson mientras estudiaba el proceso de entrenamiento de unos delfines en Hawai. Las reflexiones extraídas en este estudio son fácilmente extrapolables al contexto educativo.

Bateson observó durante varios meses como los entrenadores enseñaban a los delfines los trucos que debían realizar durante el espectáculo. La “clase” comenzaba cuando el animal hacía algo inusual, como por ejemplo saltar fuera del agua, tras lo cual los entrenadores hacían sonar su silbato y premiaban al delfín con un pescado. Cada vez que el delfín repetía esa acción el entrenador hacía sonar su silbato y premiaba nuevamente al animal. Pronto el delfín aprendió que esa conducta le aseguraba un premio y por tanto la repetía con asiduidad.

Al día siguiente el delfín volvió a repetir su salto esperando obtener su pescado, pero esta vez no sucedió nada. El animal repitió su salto varias veces hasta que aburrido desiste en sus saltos y realiza una acción diferente, por ejemplo un giro. Inmediatamente el atento entrenador hace sonar su silbato y premia al delfín por este nuevo movimiento. Así, el equipo de entrenadores solo premia las piruetas nuevas. Esta pauta de funcionamiento, indica Bateson, se repitió durante dos semanas. El delfín intenta repetir el movimiento del día anterior esperando su pescado, y como no sucede nada realiza un movimiento distinto que, inmediatamente es reconocido (silbato) y premiado (pescado).

Esta situación resulta durante los primeros días algo desconcertante para el animal, hasta que finalmente descubre la “lógica” del juego: sólo se premian los movimientos diferentes. Bateson cuenta que el decimoquinto día de su entrenamiento el delfín realizó un espectáculo tan extraordinario que parecía haberse vuelto loco. El animal empezó a realizar continuos movimientos diferentes realizando varias piruetas no observadas con anterioridad con otros delfines. Finalmente había “aprendido” no sólo a realizar nuevas conductas, sino que había comprendido las reglas sobre cómo y cuándo producirlas.

Uno de los puntos importantes que recoge Bateson en sus observaciones es que, durante las dos semanas del entrenamiento, observó como el entrenador arrojaba pescado al delfín sin motivo aparente. Preguntado el entrenador por esta cuestión le informó: “Esto lo hago para mantener mi relación con él. Si nuestra relación no fuese buena, el delfín no se molestaría en aprender nada.

Algunas de las conclusiones que se extraen del estudio de Bateson son:

En este caso el objetivo de los entrenadores no es que el delfín aprenda a hacer tal o cual pirueta, su objetivo es mucho más ambicioso: Pretenden que el animal sea creativo, que innove.

Tan importante es la tarea (movimiento nuevo) como la relación. Que el delfín esté interesado en participar en el “juego” depende de que la relación entre ambos sea positiva.

Lo que los entrenadores pretenden es que el delfín aprenda a aprender, que comprenda las “reglas del juego”. No importa la dificultad de la pirueta realizada, sino la innovación, el hacer algo distinto. Se fomenta la iniciativa y la originalidad.

En este proceso de aprendizaje, el delfín recibe información (el sonido del silbato le indica que es lo que ha hecho bien) y refuerzo (pescado). Así el animal entiende cuando hace algo esperado.

Finalmente, no se utiliza ningún tipo de castigo para corregir conductas. Es decir, mientras que el animal no hace movimientos nuevos o mientras se empeña en repetir los aprendidos el día anterior, no se le aplica ningún castigo (no se le ofrece pescado podrido), sencillamente no se le presta atención.

Si comparásemos la “clase del delfín” con nuestro trabajo como maestros y profesores, o con nuestra forma de comportarnos con nuestros hijos…

¿Cuál es nuestra intención como maestros? ¿Les decimos a los niños la “pirueta” que tienen que aprender o les dejamos margen para que muestren su creatividad?

¿Cuidamos la relación de la misma manera que atendemos la tarea? ¿Tenemos tiempo de “dejar caer” algunos pescados fuera de nuestro tiempo de entrenamiento para cuidar la relación?

¿Ofrecemos información y premiamos cada comportamiento esperado o positivo de nuestros alumnos o mostramos más predisposición a atender los comportamientos negativos?

¿Posibilitamos, buscamos la iniciativa en nuestros alumnos?

¿Abusamos del “pescado podrido” para corregir los comportamientos no deseados, aún a cambio de sacrificar la relación y que nuestros “delfines” desistan en su interés por aprender?


* La investigación de Bateson  está recogida en el libro "Coaching" de Robert Dilts.

¡FELIZ REFLEXIÓN!

martes, 17 de septiembre de 2013

¿QUÉ HARÍAS SI PUDIERAS MODIFICAR EL SISTEMA EDUCATIVO?

Seguramente habrán sido incontables los pedagogos, políticos, economistas, psicólogos y pensadores en general que se habrán formulado esta pregunta proponiendo infinidad de mejoras y modificaciones a nuestra manera de enseñar. Cada cual desde su punto de vista y atendiendo a diferentes prioridades habrán puesto el foco de atención en aspectos diferentes, y todos habrán coincidido a la hora de dejar al descubierto las vergüenzas de un sistema educativo cuyos resultados dejan bastante que desear. En educación pasa como en el fútbol, cada cual cree tener su propia receta milagrosa para conseguir que su equipo encadene una victoria tras otra.

Si bien es cierto que todo es siempre mejorable, en el tema de la educación se observa durante las últimas décadas una preocupante deriva, una ausencia de criterios que definan la dirección a tomar. Cada cambio de gobierno, cada nueva ley parece fundamentarse en el conocido principio del “donde dije digo” para reformular los principios pedagógicos que sustentan el proceso de enseñanza-aprendizaje, como si la ciencia se rigiese por criterios ideológicos. Todos los que se hacen cargo del rumbo educativo del país parecen conocer la solución al problema, que pasa indefectiblemente por hacer justo lo contrario de lo que se estaba haciendo hasta entonces, que era catastrófico. Y así nos va, discutiendo acaloradamente sobre el contenido y sobre el continente, dando un magnífico ejemplo a nuestros jóvenes. Cada poco aparece un concepto milagroso dispuesto a convertirse en redentor de todos los males educativos: las competencias, la ciudadanía, las TIC, la educación en valores, el trilinguismo, la evaluación externa, la cultura del esfuerzo,…

Lo que dudo que se haya hecho en muchas ocasiones es preguntar abiertamente a los propios alumnos, a los clientes del sistema, a los principales interesados, qué cambiarían ellos del sistema educativo. Evidentemente no me refiero a pasar unos cuestionarios de satisfacción de 25 ítems a valorar en función del grado de acuerdo/desacuerdo con la afirmación planteada. Me refiero a formular la pregunta sin condicionantes, como en una prueba de desarrollo de pregunta única: ¿Y tú cómo lo harías? Es seguro que las respuestas nos sorprenderían.

Recientemente he descubierto un texto de Salinger, el de “El guardián entre el centeno”, que tan brillantemente supo retratar el descontento de la adolescencia, en el que se plantea esta cuestión. En el cuento “Teddy”, uno de los personajes le pregunta al joven protagonista de la historia esta cuestión: ¿qué harías si pudieras modificar el sistema de enseñanza? El autor da voz a su joven protagonista y, mucho me temo, que su respuesta inicial no diferiría mucho de la que obtendríamos hoy, sesenta años después. La respuesta de Teddy, que reproduzco a continuación, abre la puerta a un emocionante y poco explorado camino en el campo educativo…

-“Bueno… no estoy muy seguro de lo que haría. Lo que se es que no empezaría con las cosas con que por lo general empiezan las escuelas. (…) Creo que primero reuniría a todos los niños y les enseñaría a meditar. Trataría de enseñarles a descubrir quiénes son, y no simplemente cómo se llaman y todas esas cosas… Pero antes, todavía, creo que les haría olvidar todo lo que les han dicho sus padres y todos los demás. Quiero decir, aunque los padres les hubieran dicho que un elefante es grande, yo les sacaría eso de la cabeza. Un elefante es grande solo cuando está al lado de otra cosa, un perro, o una señora, por ejemplo -Teddy recapacitó durante otro instante-. Ni siquiera les diría que un elefante tiene trompa. Cuanto más, les mostraría un elefante, si tuviera uno a mano, pero los dejaría ir hacia el elefante sabiendo tanto de él como el elefante de ellos. Lo mismo haría con el pasto y todas las demás cosas. Ni siquiera les diría que el pasto es verde. Los colores son solo nombres. Porque si usted les dice que el pasto es verde, van a empezar a esperar que el pasto tenga algún aspecto determinado, el que usted dice, en vez de algún otro que puede ser igualmente bueno y quizá mejor.”


miércoles, 11 de septiembre de 2013

EXPLIQUEMELO COMO SI YO TUVIERA SEIS AÑOS

La frase del título del post está sacada de una conocida película de los años noventa. Creo que, si existiera un ranking con el título de “películas más proyectadas en los institutos”, esta sin duda ocuparía uno de los puestos destacados. Al menos para los de mi generación era un fijo de cada año, con independencia del curso, la asignatura o el tema a debatir. Aunque hay que reconocer que argumentos no le faltan, empezando por su banda sonora con una balada inolvidable del “Boss”.

Philadelphia está protagonizada por Tom Hanks y Denzel Washington y es un clásico “David contra Goliat” en la que un joven y prometedor abogado tendrá que luchar por defender sus derechos, no solo contra el bufete de abogados que lo acaba de despedir, sino contra toda una sociedad que lo margina por su orientación sexual y su enfermedad. En su particular contienda recurrirá a la ayuda de otro abogado, Joe Miller, papel que interpreta Denzel Washington, y que es el propietario de la frase con la que he empezado la reflexión de hoy.

La poderosa firma de abogados que ha despedido a Andy (Tom Hanks), una de esas de nombres larguísimos, formados por la cadena de  apellidos de todos sus socios, ataca utilizando las mejores armas de los abogados de prestigio: Adaptar la realidad a su particular versión de los hechos. Inventan pruebas, difaman, siembran dudas, sobornan, amenazan, hacen uso de su influencia,… todo un sinfín de artimañas dirigidas a mostrar que, aunque las apariencias muestren lo contrario, ellos son unos ingenuos corderillos a los que el joven depravado mantuvo engañados. El fin justifica los medios, y cuando uno es dueño de los medios, espera que se cumplan sus fines.

Colocados en esta desigual situación, el hábil letrado Miller decide no jugar al juego propuesto. A partir de aquí, en cada una de sus intervenciones, frente a las técnicas y enrevesadas argumentaciones de los abogados, empieza a utilizar la coletilla “Explíquemelo como si yo tuviera seis años”. Intenta así desmontar el andamiaje legislativo en el que la poderosa firma de abogados pretende esconder los hechos. Miller les invita a jugar al juego de la simplicidad, de las verdades verdaderas.

En realidad las cosas siempre son más sencillas de lo que algunos pretenden hacernos ver. Continuamente inventamos extrañas palabras a las que dotamos de complicados significados para, finalmente, llevar los hechos hasta el absurdo y la confusión. Un error de  procedimiento, un plazo expirado, un procedimiento no procedente, una interpretación sesgada, una estadística que, dependiendo de quien la mire, igual indica A que B. Al final, como los buenos magos, el truco consiste en desviar la atención del espectador de lo esencial.

Es por ello que la frase del abogado interpretado por Denzel Washington en la película supone una buena estrategia para reconducir los hechos, para no entrar en la confrontación, sino para ejercer nuestro justo derecho a saber qué pasó. Por ello… Explíquemelo como si fuera un niño de seis años, explíquemelo como si nuestro interés común fuera buscar la verdad, esclarecer  los hechos, como si realmente pretendiésemos ser justos.

Por desgracia en demasiados ámbitos, en la justicia, la política, la economía,… también en educación,  enrevesadas e interminables disertaciones solamente persiguen el objetivo de esconder la verdad, en algunos casos incluso asumiendo que el que escucha es incapaz de entenderla.  Frente a esto solo cabe levantar la mano y, educadamente, pedir que nos lo expliquen como si fuésemos niños de seis años.

¡FELIZ REFLEXIÓN!


miércoles, 4 de septiembre de 2013

DE VUELTA

La intensa lluvia apareció hace unos días para recordarnos la cercanía del nuevo curso escolar. El verano se acaba y es hora de recoger los cubos, rastrillos y palas con los que por unos días jugamos a ser arquitectos. Va siendo hora de sacar de la maleta gris el despertador, las rutinas y las mangas de las camisas.

La llegada de septiembre supone para muchos, al menos para los que tenemos hijos en edad escolar, el inicio de un nuevo ciclo. Aún no hemos deshecho la maleta de las vacaciones y ya estamos llenando la mochila de material escolar. Los colegios ponen contadores a cero y las familias calientan motores esperando que suenen los timbres. En realidad este mes es nuestro enero particular, nuestro arranque de año, porque el año realmente empieza a rodar en septiembre. Septiembre es el enero de las familias con niños, incluyendo su particular cuesta, que es bastante más pronunciada en septiembre.

Con todo, los primeros días de septiembre suponen una oportunidad magnífica para plantearse nuevos objetivos, para desempolvar y dar forma a esos proyectos que imaginamos durante las vacaciones. Estos días nos brindan la oportunidad de enderezar, de replantearnos la marcha del año, de corregir el rumbo con energías renovadas, de darle una nueva oportunidad a nuestros anhelos. Todo nuevo comienzo supone abrir la puerta a la posibilidad. Todo regreso comporta una mirada distinta, una perspectiva diferente, seguramente más lucida de la que nos ofrecían el hábito y la rutina.

Al igual que los escolares, en estos días abrimos nuestras libretas impolutas dispuestos a escribir con la mejor de nuestras letras en esas nuevas páginas. Cargados de buenas intenciones y confiados en nuestras posibilidades, retomamos el camino tras el merecido paréntesis veraniego. Algunos se harán los remolones y atrapados en la añoranza veraniega sufrirán un breve síndrome post-vacacional. Otros, más inteligentes, sabrán dosificar sus energías volcándolas en nuevos proyectos,  en nuevos enfoques, en nuevos propósitos de “inicio de año”, disfrutando así de la maravillosa oportunidad que nos brinda el inicio de curso para demostrar que supimos aprender de nuestros errores.

Aunque no necesitamos excusas para cambiar lo que no nos gusta en cualquier momento, aunque, como decía el anuncio de bombones, siempre aceptaremos un “porque hoy es hoy” como motivo suficiente para el cambio, hay momentos en que las circunstancias acompañan e invitan a la aventura. Sin duda septiembre es un mes de vientos favorables para aquellos que se decidan a hacerse a la mar. Suerte a los valientes!


¡FELIZ REFLEXIÓN!

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