miércoles, 30 de octubre de 2013

GRU, AGNES Y EL COACHING EDUCATIVO.

A veces uno no sabe qué es más complicado: si salvar al mundo de su segura destrucción o hacerse cargo de la educación de unos pequeños. Sino que se lo pregunten a Gru, el protagonista de la película “Mi villano favorito”. Aunque tal vez no haya muchas diferencias entre ambos desafíos… ¿no creen?

Educar a tres pequeñas se convierte en el reto más difícil al que Gru ha tenido que enfrentarse nunca. Frente a ello, robar la luna o desbaratar los planes de un peligroso villano son simples juegos de niños. Sin embargo, nada le resulta más enriquecedor y transformador como encargarse de las pequeñas Margo, Edith y Agnes. Las niñas acaban convirtiendose en maestras del villano. Su inocencia y sencillez lo transforman.

En una escena de la película (Mi villano favorito 2) Gru está sentado en la escalera a la puerta de su casa. Llueve a mares y está completamente empapado, pero parece no importarle. Lucy, su compañera de investigación, acaba de decirle que ha aceptado una oferta para irse a la mañana siguiente a trabajar al extranjero. Nunca más volverá a verla. Esa despedida sirve para despertar la consciencia de Gru con respecto a sus verdaderos sentimientos hacia ella: la quiere y está a punto de perderla. Se encuentra atrapado, confundido, se debate entre buscarla y sincerarse con ella o acallar sus sentimientos y dejarla marchar. La lluvia cae con fuerza, pero poco importa, Gru está junto a sus pensamientos a kilómetros de distancia.

En ese momento aparece la pequeña Agnes agarrada a su unicornio de peluche. Se acerca y le pregunta qué le pasa. El villano regresa de su mundo de preocupaciones y explica lo que le sucede a la niña. En ese instante la pequeña, con su dulce vocecita, le pregunta: ¿Hay alguna cosa que yo pueda hacer? - No cariño - contesta Gru sonriendo, conmovido por el ofrecimiento.

Cuando parece que la conversación ha terminado, la pequeña Agnes insiste de nuevo con su mismo tono ingenuo: Y, ¿hay alguna cosa que tú puedas hacer? La pregunta lo descoloca. La pregunta despierta su responsabilidad. Depende de él luchar por lo que quiere y, está a tiempo de intentarlo. Es el momento de la acción.

Creo que esta escena retrata con claridad el proceso de coaching educativo. El cambio, el aprendizaje, nace de la consciencia, de la necesidad, nace del interior del alumno. No se puede imponer ni forzar el aprendizaje, al menos el duradero. Es el alumno, como protagonista de su aprendizaje, quien debe dotar de significado aquello que está aprendiendo. Sin ese despertar de la consciencia y la responsabilidad que consigue Agnes con un par de preguntas, no puede darse aprendizaje ni cambio.

En esta escena, las preguntas de Agnes son como las piedras que al golpearlas producen la chispa que prende en el desánimo de Gru. Atrapado en su desconcierto, necesita de ese estímulo para ponerse en movimiento. Necesita que alguien lo rescate del mundo de excusas y lamentaciones en el que seguramente se está sumergiendo.

Así, la principal función de los maestros no es explicar y mostrar los contenidos, sino despertar ese fuego, esa necesidad en sus alumnos. La cuestión transcendental no es el qué, sino el para qué. Los niños son innatamente curiosos, vienen de serie programados para aprender, no en vano de ello depende su supervivencia en los primeros años. Si somos capaces de canalizar esta curiosidad, su capacidad de asombro como dice Catherine L’Ecuyer, podremos concederles el papel protagonista, el de creadores de su proceso de aprendizaje.

No se trata de ofrecer todas las respuestas (¿acaso las tenemos?),  sino de plantear las preguntas adecuadas. Así visto, el maestro no es alguien que resuelve dudas, sino alguien que las genera y aviva. Maestro no es quien indica el camino, sino quien invita a explorar uno nuevo.


¡FELIZ REFLEXIÓN!

martes, 22 de octubre de 2013

ACOSTAR AL NIÑO EN LA CAMA DE PROCUSTES.

Cuenta la mitología griega que cuando Teseo cumplió dieciséis años su madre le confió el secreto de su verdadera paternidad. Etra le reveló que en realidad era hijo de Egeo, rey de Atenas, y que su padre había dejado unos regalos para él escondidos bajo una pesada roca, de forma que solo pudiera recogerlos cuando fuera lo suficientemente fuerte como para levantarla. El joven Teseo, tras recoger los presentes que su padre consideraba necesitaría para su viaje (unas sandalias y una espada), inicia el peligroso camino desde su ciudad natal de Trecén hasta Atenas para conocer a su padre y reclamar su derecho al trono.

Este camino se convierte en un viaje iniciático para el joven Teseo quien deberá enfrentarse en solitario a decenas de salteadores y asesinos durante su camino, a cada cual más despiadado y sanguinario. Uno de los últimos personajes con los que se encuentra en su camino es con el viejo Procustes.

Procustes disponía de una casa en las colinas cerca de Atenas, y de manera amable acostumbraba a ofrecer posada a todos los viajeros que se encontraban a las puertas de la ciudad, agotados tras el largo viaje. Tras la reparadora cena, Procustes ofrecía al viajero una cama de hierro en la que poder pasar la noche. Sin embargo, en mitad de la noche, mientras el viajero dormía, el sádico Procustes ataba al desgraciado a su cama. Si el viajero era más alto que la medida de la cama, Procustes procedía a serrar las partes del cuerpo que sobresalían. Si, por el contrario era de menor longitud, se dedicaba a quebrarle los huesos a martillazos para posteriormente estirar su cuerpo, de forma que de una u otra manera, el desdichado acabara teniendo la medida exacta de su metálica cama. Algunas versiones recogen que el despiadado Procustes tenía en realidad dos camas, por lo que nunca nadie encajaba a la perfección en ella. Finalmente fue Teseo quien dio de probar a Procustes de su propia medicina cuando, tras engañarlo, acabó con su vida atándolo en aquella misma cama.

Procustes sufría una enfermiza obsesión a “ajustar” todo a una medida establecida y, además, se enorgullecía de tener un método rápido para conseguirlo. Todos los viajeros que tenían la mala fortuna de aceptar su invitación acababan destrozados.

Salvando lo “salvaje” de la comparación, a menudo, el sistema educativo actúa de forma parecida. Los alumnos son amablemente hospedados en sus aulas para, acto seguido, proceder a su evaluación y comparación con las medidas oficiales, escrupulosamente descritas en forma de objetivos curriculares, para a continuación determinar si es necesario amputar o estirar.

El sistema educativo abusa de la comparación constante entre el alumno y la norma, prescindiendo en muchas ocasiones de la más importante de las comparaciones, la del alumno consigo mismo. Comparar el ritmo de aprendizaje de un alumno con el resultado esperado, normalizado, acaba pervirtiendo el proceso de enseñanza-aprendizaje de manera casi tan cruel como los métodos utilizados por el “hospitalario” Procustes. En primer lugar porque no se tienen en consideración suficiente los diferentes ritmos madurativos de cada niño y, en segundo lugar, porque esa medición no atiende por igual a todos los aspectos del desarrollo.

Los niños son invitados a acostarse en una cama que los medirá, comparará, evaluará y juzgará. Si el niño tiene la fortuna de ajustarse a la normalidad, la cama será benevolente con él y dejará que tenga felices sueños. Sin embargo, si sus medidas, bien por defecto o por exceso no coinciden con las propuestas, esta se convertirá en la cama de clavos del faquir haciéndoles sufrir dolores y pesadillas.

Los niños no deben ser evaluados y etiquetados, sino observados y comprendidos.  No basta con disponer de camas de varios tamaños, que siempre es un primer paso, sino que lo ideal sería que cada niño dispusiera de las herramientas para poder construir aquella cama en la que se encuentre más cómodo. Mientras esto llega cuesta poco preguntar a los niños que tal han dormido, porque a veces nos creemos tan “inteligentes” que no necesitamos ni preguntar.


¡FELIZ REFLEXIÓN!

viernes, 11 de octubre de 2013

DESILUSIONADOS.

Generalmente cuando valoramos la eficacia de un sistema educativo el primer dato que tenemos en cuenta es el del porcentaje de alumnos que finalizan las diferentes etapas en que se divide. De esta forma definimos el fracaso escolar como la cantidad de alumnos que no consiguen finalizar sus estudios, que no consiguen superar al menos el nivel de la enseñanza obligatoria. Así, si observamos las diferentes estadísticas que comparan los resultados educativos entre países observaremos como la variable que se utiliza en estos estudios es el porcentaje de fracaso. De esta manera, los países aparecen ordenados en un ranking de menor a mayor puntuación.

Atendiendo a esta variable cuantitativa se sobreentiende que todos aquellos que logran superar los diferentes niveles forman parte del grupo de “éxito”, mientras que los que no lo consiguen son etiquetados como fracasados. Este planteamiento, bastante coherente con la lógica académica, condena a entender la eficacia del sistema en términos binarios, de 0 y 1, el que saca más de un 5 sigue, el que no se queda.

Además estas mediciones suelen realizarse fijándose en la parte negativa de la ecuación, en los que se quedan, en los que fracasan. Esta forma de medir, un tanto paradójica, se utiliza también en otros ámbitos. Así por ejemplo analizamos la evolución del mercado laboral atendiendo al número de parados (rara vez al de activos). Este tipo de planteamientos no son tan inocuos como pudiera pensarse, puesto que esconden la trampa de dar por supuesto que todo aquel que no tiene frío tiene calor. Todo el que no aparece inscrito como demandante en los servicios públicos de empleo es porque está trabajando (lo cual es evidentemente falso y de ahí las diferencias entre las estadísticas del INEM y la EPA) y, de la misma manera, da por supuesto que todo aquel que ha finalizado sus estudios es “académicamente exitoso”.

Focalizar la atención en el fracaso predispone a la corrección. Se analizan las causas y los motivos por los cuales los alumnos abandonan o no superan los niveles establecidos y se diseñan estrategias correctoras con vistas a reducir su incidencia. Así, se atienden desigualdades, diversidades, dificultades y desmotivaciones, como factores causantes del fracaso. Analizamos que estamos haciendo mal e intentamos corregirlo. Sin embargo, siendo todo ello necesario, este planteamiento deja al descubierto el flanco opuesto. Obsesionados en corregir el fracaso, desatendemos a aquellos alumnos que van “trepando” con más o menos dificultad por la pirámide educativa.

Porque la calidad del sistema educativo no se mide solo con variables cuantitativas, sino también cualitativas. Siendo un objetivo loable e importante conseguir que cada vez más alumnos alcancen los niveles básicos de enseñanza, no lo es menos detenerse a reflexionar sobre que sucede con aquellos “exitosos” que finalizan sus estudios. Porque mayoritariamente el sistema educativo se nutre de alumnos que van superando niveles, que van acumulando expectativas y sueños, que invierten ahorros, esfuerzos, esperanzas y tiempo confiados en la promesa educativa por excelencia: La educación es la llave que abre la puerta del futuro.

Durante esta semana la casualidad, o no, ha querido que se cruzaran en mi camino dos historias muy distintas, en apariencia superficiales, que para mí recogen la esencia del fracaso educativo que no aparece en las estadísticas. Y puede ser que la palabra que mejor describa ambas situaciones no sea la de fracaso, sino otra mucho más pesada y dolorosa: Desilusión. No hay estadísticas ni gráficas que la midan, no hay encuestas que pregunten por ella, no hay un ranking de países de la OCDE ordenado por desilusión académica, pero no hay que ser muy astuto para saber que, al menos en España, es una variable que cotiza al alza. Para mí esta es la característica que enlaza ambas historias: la rabia, el desengaño, la estafa.

Estas dos historias a las que me refiero son el original y emotivo relato de dos paisanos recogido en el vídeo “la sorpresa” y la contundente y ácida letra de la canción de Melo “Me cago en la biología”. Ambos suponen una bofetada a un sistema que no ha sabido estar a la altura, que hace aguas no solo por los elevados porcentajes de fracaso, sino también por los altos índices de desilusión que genera.

Mientras concentremos toda nuestra atención y nuestros esfuerzos en medir parados, fracasados, corruptos y déficits, continuaremos atrapados en una espiral de desánimo y abatimiento. Mientras, aquellos que soñaban con dar de comer a los pingüinos del zoo o con realizar sus proyectos profesionales cerca de los suyos, verán marchitarse sus ilusiones, verán crecer su desencanto y su rabia. Ellos no formaron nunca parte de la estadística del fracaso, sino del éxito. Aunque su éxito consista en haber sido capaces de acumular cientos de conocimientos inútiles y el aprendizaje de un idioma lo único que les ha abierto las puertas, aún a costa de pagar un alto precio. Ellos no serán nunca fracasados, serán desilusionados, lo cual, tristemente, es mucho más doloroso.









¡FELIZ REFLEXIÓN!

miércoles, 2 de octubre de 2013

UN CUENTO PARA DESPERTAR A LOS PROFESORES

Una de las entradas más visitadas (espero que también leídas) del blog es un cuento para despertar a los alumnos. Pero, como recientemente he descubierto, nadie puede despertar a otros si uno todavía está dormido, esta entrada estaba incompleta. Hace unos días encontré su “media naranja”, la historia que habla de la otra cara de la moneda… un cuento para despertar a los maestros. La historia que acompaño está adaptada del texto “Three letters from Teddy” de Elizabeth Silance Ballard.

A todos los “profes”… ¡Feliz despertar!

Aquella mañana  la señorita Thompson fue consciente de que había mentido a sus alumnos. Les había dicho que ella les quería a todos por igual pero, acto seguido se había fijado en Teddy, sentado en la última fila, y se había dado cuenta de la falsedad de sus palabras.

La señorita Thompson había estado observando a Teddy el curso anterior y se había dado cuenta que no se relacionaba bien con sus compañeros y que tanto su ropa como él parecían necesitar un buen baño. Además el niño acostumbraba a comportarse de manera bastante desagradable con sus profesores. Llego un momento en que la señorita Thompson disfrutaba realmente corrigiendo los deberes de Teddy y llenando su cuaderno de grandes cruces rojas y bajas puntuaciones. Sin duda era lo que merecía por su dejadez y falta de esfuerzo.

En aquel colegio era obligatorio que cada maestro se encargara de revisar los expedientes de los alumnos al inicio de curso, sin embargo la señorita Thompson fue relegando el de Teddy hasta dejarlo para el final. Sin embargo al llegarle su turno, la profesora se encontró con una sorpresa. La profesora de primer curso había anotado en el expediente del chico: “Teddy es un chico brillante, de risa fácil. Hace sus trabajos pulcramente y tiene buenos modales. Es una delicia tenerle en clase.” Tras el desconcierto inicial, la señorita Thompson continúo leyendo las observaciones de los otros maestros. La profesora de segundo había anotado, “Teddy es un alumno excelente y muy apreciado por sus compañeros, pero tiene problemas en seguir el ritmo porque su madre está aquejada de una enfermedad terminal y su vida en casa no debe ser muy fácil.” Por su parte el maestro de tercero había añadido: “La muerte de su madre ha sido un duro golpe para él. Hace lo que puede pero su padre no parece tomar mucho interés, sin no se toman pronto cartas en el asunto, el ambiente de casa acabará afectándole irremediablemente.”. Su profesora de cuarto curso había anotado: “Teddy se muestra encerrado en sí mismo y no tiene interés por la escuela. No tiene demasiados amigos y, a veces, se duerme en clase.

Avergonzada de sí misma, la señorita Thompson cerró el expediente del muchacho. Días después, por Navidad, aún se sintió peor cuando todos los niños le regalaron algunos detalles envueltos en brillantes papeles de colores. Teddy le llevó un paquete toscamente envuelto en una bolsa de la tienda de comestibles. En su interior había una pulsera a la que faltaban algunas piedras de plástico y una botella de perfume medio vacía. La señorita Thompson había abierto los regalos en presencia de la clase, y todos rieron mientras enseñaba los de Teddy. Sin embargo las risas se acallaron cuando la señorita Thompson decidió ponerse aquella pulsera alabando lo preciosa que le parecía, al tiempo que se ponía unas gotas de perfume en la muñeca. Teddy fue el último en salir aquel día y antes de irse se acercó a la señorita Thompson y le dijo: “Señorita, hoy huele usted como solía oler mi mamá.”

Aquel día la señorita Thompson quedó sola en la clase, llorando, por más de una hora. Aquel día decidió que dejaría de enseñar lectura escritura o cálculo. A partir de ahora se dedicaría a educar niños. Comenzó a prestar especial atención a Teddy y, a medida que iba trabajando con él, la mente del niño parecía volver a la vida. Cuánto más cariño le ofrecía ella, más deprisa aprendía él. Al final del curso, Teddy estaba ya entre los más destacados de la clase. Esos días, la señorita Thompson recordó su “mentira” de principio de curso. No era cierto que los “quisiera a todos por igual”. Teddy se había convertido en uno de sus alumnos preferidos.

Un año después la maestra encontró una nota que Teddy le había dejado por debajo de su puerta. En ella Teddy le decía que había sido la mejor maestra que había tenido nunca.

Pasaron seis años sin noticias de Teddy. La señorita Thompson cambió de colegio y de ciudad, hasta que un día recibió una carta de Teddy. Le escribía para contarle que había  finalizado la enseñanza superior y para decirle que, continuaba siendo la mejor maestra que había tenido en su vida.

Unos años más tarde recibió de nuevo una carta. El niño le contaba como, a pesar de las dificultades había seguido estudiando y que pronto se graduaría en la universidad con excelentes calificaciones. En aquella carta tampoco se había olvidado de recordarle que era la mejor maestra. Cuatro años después, en una nueva carta, Teddy relataba a la señorita Thompson como había decidido seguir estudiando un poco más tras licenciarse. Esta vez la carta la firmaba el doctor Theodore F. Stoddard, para la mejor maestra del mundo.

Aquella misma primavera, la señorita Thompson recibió una carta más. En ella Teddy le informaba del fallecimiento de su padre unos años atrás y de su próxima boda con la mujer de sus sueños. En ella le explicaba que nada le haría más feliz que ella ocupara el lugar de su madre en la ceremonia.

Por supuesto la señorita Thompson aceptó y acudió a la ceremonia con el brazalete de piedras falsas que Teddy le regalará en el colegio y, perfumada con el mismo perfume de su madre. Tras abrazarse, Teddy le susurró al oído: “Gracias, señorita Thompson, por haber creído en mí. Gracias por haberme hecho sentir importante, por haberme demostrado que podía cambiar.”

Visiblemente emocionada, la señorita Thompson le susurró: “Te equivocas, Teddy, fue al revés. Fuiste tú el que me enseñó que yo podía cambiar. Hasta que te conocí, yo no sabía lo que era enseñar.”

* Imagen: Monumento al maestro. Ayuntamiento de Palencia. Escultura de Rafael Cordero.

¡FELIZ REFLEXIÓN!


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